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lunes, 7 de agosto de 2017

Santo Domingo de Guzmán: Cruzada contra la herejía cátara y Establecimiento del tribunal de la Santa Inquisición en España (1199)

Dominicos: Domingo de Guzmán nació en Caleruega-Burgos en 1170, en el seno de una familia profundamente creyente y muy encumbrada. Sus padres, don Félix de Guzmán y doña Juana de Aza, eran parientes de reyes de León, Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, que descendían de los condes fundadores de Castilla. Tuvo dos hermanos, Antonio y Manés.
Domingo de Guzmán: Auto de Fe (Berruguete)
La Orden de Predicadores (dominicos)
Luis I. Amorós
InfoCatólica (18/1/2014)
España está bien presente en la creación del tribunal estable de la Inquisición. El sacerdote castellano Domingo Guzmán de Osma, uno de los miembros de la legación papal de Inocencio III en la predicación de 1206 contra los herejes cátaros, que concluiría con la cruzada contra los albigenses, maduró durante la misma la creación de una orden específicamente dedicada a la lucha contra la herejía.
Inocencio, impresionado con la personalidad de Domingo, fue su principal patrocinador. Tras su muerte, en julio de 1216, fue su sucesor Honorio III el que aprobó los estatutos del instituto (que había adoptado la regla de san Agustín) el 22 de diciembre de 1216 en la bula Religiosam Vitam.
Domingo atrajo a numerosos compañeros de la antigua legación papal y creó una primera orden de monjes que combinaban su regla monástica con una misión perpetua “fuera del claustro”, es decir, en la ciudad y el campo, allí donde el error teológico oscureciese la luz de la Verdad evangélica. La Orden se llamó “de los Predicadores” (aunque con el tiempo se les acabaría conociendo popularmente por el nombre de su fundador, dominicos). Los frailes debían unir una formación teológica formidable (acudían a las cátedras más reputadas de teología) con un estilo de vida sencillo y piadoso, para ejercer la predicación y la vida mendicante. Domingo los envió en pequeños grupos, no sólo al Languedoc (él mismo había fundado su primera casa en Tolosa, en 1215), sino al norte de Italia, a Francia y a la Corona de Aragón. En 1219 suscitó una segunda orden, la de las monjas predicadoras (cuyo primer monasterio había fundado en 1206, en Prouille, cerca de Aude), encargadas de orar incansablemente por el fin de las herejías, la conversión de los herejes y la evangelización a todos los pueblos de la tierra.
Más adelante creó una tercera Orden, de laicos (tanto hombres como mujeres), que debían seguir en su vida secular los principios dominicanos. Se le llamó “de penitencia”, pero fueron más conocidos como “Milicia de Cristo”, pues asistían a los monjes en sus tareas de predicación y combate contra la herejía. Los papas vieron muy pronto la utilidad que estos religiosos bien formados y ardientes defensores de la ortodoxia tendrían para impulsar los tribunales de la Inquisición, que formaron en su mayor parte desde bien pronto.
El fin de las guerras religiosas en Occitania
En el Languedoc, el problema cátaro, lejos de resolverse con la cruzada albigense, rebrotó. El IV concilio de Letrán (1216) despojó oficialmente al conde Raimundo VI de su señorío en Tolosa por proteger a los herejes gnósticos, otorgándoselo a Simón IV de Montfort, jefe de la cruzada y flamante duque de Narbona y vizconde de Rasez. Raimundo VI se exilió a Inglaterra, dado que su valedor natural, Pedro II de Aragón, había muerto en la batalla de Muret (1213), y sus estados habían quedado bajo protección papal.
En julio de 1216 (tras la muerte de Inocencio III), los occitanos se rebelaron contra sus nuevos señores francos. Raimundo VI desembarcó en Marsella (Provenza) y reconquistó Tolosa el 17 de septiembre de 2017. El nuevo papa Honorio III amenazó con la excomunión y una nueva cruzada a todos los que auxiliasen al despojando conde, privándole de la ayuda de aragoneses e ingleses. Los francos sitiaron de nuevo Tolosa en octubre, sosteniendo un largo asedio. La guerra fue larga y conoció diversas alternativas, continuando a la muerte de sus protagonistas (Simón en junio de 1218 en el sitio de Tolosa y Raimundo en 1222) en las figuras de sus hijos respectivos: Amaury VI y Raimundo VII. Finalmente impotente, Amaury- que había perdido casi todas sus posesiones en Languedoc- cedió sus derechos a Luis VIII de Francia en 1224 a cambio de que su señorío patromonial (Montfort) fuese elevado a la dignidad de condado, y se retiró al norte.
Entrado el rey de Francia en el juego, el fin de este no podía ser otro que su predominio. Los embajadores de Luis lograron que el papa Honorio III excomulgara en el concilio de Bourges (29 de noviembre de 1225) al conde Raimundo VII de Tolosa por rebeldía a las disposiciones del IV concilio de Letrán y por proteger a herejes. Raimundo había recuperado casi todas las posesiones de su padre, pero fue derrotado por el ejército del príncipe Luis entró en 1226.
Raimundo no quiso repetir la contumacia de su padre, y firmó el tratado de París-Meaux el 12 de abril de 1229, con el que concluyó definitivamente la guerra occitana. Raimundo VII entregó diversos señoríos al rey de Francia, se obligó a dejar de proteger a los cátaros de la inquisición, prestando fidelidad a la Santa Sede. Su única hija y heredera Juana casó con Alfonso Capeto, conde de Poitiers y hermano del rey. Alfonso y sus hijos heredarían el condado tolosano, sin que otros familiares o descendientes de Raimundo pudiesen reclamarlo. Para firmar el acuerdo hubo de hacer penitencia, peregrinando a París y siendo flagelado en los escalones de la catedral deNotre-Dame.
Esta segunda fase de la guerra ya fue plenamente “nacional” y escasamente religiosa. Los trovadores occitanos, precursores de este arte y maestros de todos los juglares, abandonaron sus conocidos poemas de amor, y cantaron en inflamados versos a favor de su señor y contra los francos. En sus belicosas métricas hay invectivas contra la perfidia del rey francés, y los vicios del papa y los obispos, pero ni rastro de defensa de los errores del catarismo, del cual no se podría ni sospechar ser causa de la guerra leyendo los cantares de gesta contemporáneos.
Raimundo VII cumplió sus obligaciones religiosas, expulsando y aplicando las disposiciones de los concilios contra los albigenses. Políticamente, procuró perjudicar a la casa francesa, apoyando las reclamaciones del rey de Inglaterra al ducado de Aquitania. Murió en 1249 y con él la casa tolosana. Su hija Juana y Alfonso de Poitiers no tuvieron hijos, y a la muerte de este en 1271, el condado de Tolosa pasó a la casa real francesa. Provenza y los otros pequeños condados occitanos no tardarían en correr la misma suerte.
El nacimiento de la Inquisición pontificia
Gregorio IX retomó el impulso de sus predecesores contra los cátaros, y en 1231 emitió la bula pontificia Excommunicamus, que resumía las disposiciones de los concilios de Tolosa, Melun, Beziers, Verona y IV de Letrán, aprobadas y promulgadas por el emperador Federico II y el rey Luis IX de Francia. En las localidades donde se sospechase la presencia de herejes todos los mayores de edad habían de denunciarlos si los conocían; se confiscarían las propiedades de los condenados por herejía, y las casas que hubiesen asilado herejes serían derruidas. Los herejes que se arrepintieran seguirían un proceso minucioso de penitencia y debían habitar en lugares diversos a aquel donde se hubiesen establecido profesando aún el error. Para los que no se convirtiesen las penas eran más terribles: excomunión, cárcel, destierro y, si eran relapsos, entrega al brazo secular, es decir, ejecución, que normalmente se verificaba en la hoguera.
Se ha de puntualizar que la herejía cátara, además de sus elucubraciones dualistas o esotéricas (que “solamente” afectaban al alma), sostenía otras afirmaciones como la invalidez de los juramentos (recordemos que los juramentos eran la base del sistema feudo-vasallático), la proscripción del matrimonio equiparándolo con la fornicación, la prohibición de cultos y la destrucción de templos. Todas estas enseñanzas conmovían hasta lo más profundo los cimientos de la organización social medieval, provocando por ello el encono y persecución regular de los cátaros por las autoridades seculares como enemigos del estado.
Esta bula estableció definitivamente la inquisición pontificia, tras las misiones especiales previas, dando por ineficaces las inquisiciones episcopales, demasiado sujetas a la autoridad de los señores locales. Al responder únicamente ante el pontífice, los inquisidores se convertían en sus ejecutores personales, con capacidad para investigar incluso a los más poderosos. Estarían confiados a frailes dominicos o a franciscanos allí donde no hubiese de los primeros (Gregorio IX canonizó tanto a santo Domingo de Guzmán como a san Francisco de Asís).
Disposiciones contra los cátaros en la corona de Aragón
De la poca simpatía que gozaban los herejes en los territorios hispanos habla la legislación que el rey Pedro II el católico había dictado en 1197 en Gerona contra los gnósticos valdenses (la variante provenzal del gnosticismo), ya condenados a destierro y confiscación de sus bienes por su padre Alfonso II en 1194. En las disposiciones de Gerona, Pedro ordenaba que las autoridades civiles expulsaren a los herejes (también llamados insabattos o pobres de León- Lyon) de su reino antes de una fecha, tras la cual aquellos que permaneciesen serían quemados vivos y su hacienda repartida entre el fisco y el delator. En su persecución, podían penetrar en tierras feudales sin restricción ni obligación de pagar los desperfectos que causaren a su dueño. Los católicos que les protegieran sufrirían severas multas o confiscación de sus bienes, y si eran funcionarios, la desposesión de su cargo y azotes. Ante tan crueles mandatos, el establecimiento de un tribunal eclesiástico como el de la Inquisición, que obligaba a una predicación e investigación previas, proponía primeramente penas canónicas y penitencias, y sólo entregaba a la autoridad secular a los relapsos, puede considerarse más una suavización que un endurecimiento de la persecución.
Jaime, rey de Aragón y conde de Barcelona, criado por los templarios y protegido de los papas, era un devoto católico, y aplicó con firmeza las disposiciones contra la herejía. En las constituciones de paz y tregua dadas en Barcelona en 1225 había excluido específicamente de su protección, entre otros, a los herejes. En las constituciones de 1228, en el capítulo 19, decretó laprohibición a los valdenses y albigenses de entrar en sus tierras (exclúyanse herejes manifiestos, creyentes, fautores y defensores), ordenando sus súbditos que los delatasen a la justicia y huyesen de su trato, y a los obispos de sus reinos que elaboraran sentencias canónicas contra los mismos, que serían ejecutadas por los jueces y oficiales del rey.
El primer tribunal de la Inquisición pontificia en España
El 26 de mayo de 1232, el papa remitió al arzobispo de Tarragona, Espárrago de la Barca la bulaDeclinante iam mundi vespere ad occasam. En ella le informaba que había llegado a sus oídos que algunos herejes cátaros, huidos de la persecución en Languedoc, habían penetrado en las diócesis de Urgel y Lérida, exhortándole a que encargara a los frailes predicadores la investigación para evitar que propagasen el error conforme a las disposiciones sobre herejía de su bula de 1231; es decir, con el establecimiento del primer tribunal de la Inquisición pontificia en tierras de España. Espárrago la transmitió a fray Gil Rodríguez, provincial dominico de los cuatro reinos cristianos de la península, encargándole la designación de religiosos de los que habían de ser primeros tribunales de la Inquisición en nuestra patria. El rey Jaime aprobó la bula y le dio todo el apoyo de la justicia secular; además de su genuina ortodoxia doctrinal, no deseaba ver sus tierras devastadas por la guerra y en manos de otro rey por causa del gnosticismo, como le había sucedido a su pariente Raimundo.
A lo largo de su reinado, don Jaime actuó con enorme energía contra los herejes. Para comprender esta actitud (en nada excepcional, pues el rey de Francia o el emperador mostraron conductas análogas), hay que entender la mentalidad medieval. La creencia de la Verdad de la fe no era una cuestión meramente personal, sino que afectaba también a las comunidades humanas. El monarca podía establecer estatutos particulares para sus súbditos judíos o musulmanes, pero los cristianos (fe oficial y mayoritaria) debían profesar las enseñanzas de la Iglesia católica que su rey había reconocido como auténticas. Por ello, los herejes que se negaban a reconciliarse eran tratados, casi exactamente, con la dureza que se empleaba con los traidores al rey.
El obispo de Lérida, Bernardo, puso en práctica la bula, estableciendo el primer tribunal en su sede. Más compleja fue la creación del tribunal para Urgel. Este condado había sufrido desde hacía mucho tiempo los desastres causados por la guerra y muchos cátaros se habían establecido en él pasando a través de Cerdaña, sobre todo en territorio del vizcondado de Castellbó. Su formación iba a ser mucho más compleja.
El proceso de Urgel. Martirio de fray Ponce de Planedis
Desde finales del siglo XII, el conde Raimundo Roger de Foix, máximo protector de los albigenses, unido a Arnaldo, vizconde de Castelbó (señoríos ambos del norte de los Pirineos), había guerreado contra el obispo de Urgel por los derechos feudales sobre Andorra. Con ese motivo había efectuado devastadoras incursiones en Cerdaña y Urgel en 1196 y 1198, en la que sus seguidores cátaros se habían mostrado particularmente sañudos en la destrucción de templos. Posteriormente colaboró con Raimundo VI de Tolosa en sus campañas contra los cruzados. Para los católicos de aquellas tierras, la protección a los cátaros estaba unida al nombre del odiado Raimundo Roger. Este había muerto en 1223, sin abdicar nunca de su actitud pro-albigense. Su hijo Roger Bernardo II heredó tanto Foix como Castelbó (por su matrimonio con Ermesinda, hija de Arnaldo, muerto en 1226) y mantuvo su encono con el obispo urgelitano.
Sometido Raimundo VII de Tolosa, se había establecido en aquella ciudad un tribunal inquisitorial presidido por fray Bernardo Guidon, que llamó a comparecer al conde de Foix en 1237. Éste, no sólo desconoció el llamado, sino que mandó a su presencia a los inquisidores designados para sus dominios, ordenándoles someterse como sus vasallos y no iniciar procedimiento alguno sin su autorización, lo cual iba en contra de las disposiciones pontificias. Murió Roger Bernardo II en 1241 sin resignar su actitud hostil al obispo de Urgel y a los inquisidores. Su hijo Roger IV heredó sus posesiones.
Tras varias dilaciones, el sucesor de Espárrago, el administrador archiepsicopal Guillermo Mongrin, en decreto del 26 de mayo de 1233, comisionó al obispo de Urgel, Ponce de Vilamur, como presidente, y a fray Ponce de Planedis, prior del convento de dominicos de Lérida, como inquisidor, para formar el tribunal.
Con la ayuda de los oficiales reales, el inquisidor llevó a cabo durante varios años la predicación y una documentada investigación en Castellbó (entre Urgel y Andorra), donde se habían asilado muchos albigenses huidos de Occitania. De resultas de la cual muchos se convirtieron al catolicismo y otros fueron puestos a disposición del tribunal. Entre los más destacados, el vizconde Raimundo, su esposa Timors y su hijo Guillermo Raimundo. Junto a los otros acusados, todos confesaron y abjuraron ante el obispo Ponce de Urgel y el cardenal Pedro de Benevento, prometiendo no recibir herejes en su tierra.
La continuación de las pesquisas concluyó en 1237 con la conclusión de que el principal fautor de los cátaros era Roger Bernardo II, conde de Foix y señor de Ramón de Castellbó. Ponce de Urgel dispuso la excomunión in absentia del conde de Foix y de varios de sus familiares y vasallos, como protectores de la herejía. Las tropas del obispo Ponce conquistaron Castelbó, pero fueron más tarde expulsadas, y Roger Bernardo II llegó a saquear la Seo de Urgel en abril de 1239.
Hemos de recordar que obispo y conde, desde varias décadas atrás, estaban enfrentados por los derechos feudales del señorío de Andorra (originalmente señorío episcopal y posteriormente heredado por los condes). Roger Bernardo consideró que había motivaciones políticas en su excomunión, y se quejó al nuevo arzobispo de Tarragona. Tras algunas vacilaciones, el obispo de Urgel decidió levantar su excomunión el 4 de junio de 1240.
Tras la muerte de Roger Bernardo II en 1241, su hijo Roger IV heredó tierras y animadversiones. Ponce de Vilamur siguió alentando la inquisición en tierras feudales del conde, y bien fuera por convencimiento o temor, muchos cátaros se fueron reconciliando con la Iglesia. El 24 de mayo de 1242, mientras fray Ponce de Planedis giraba viaje de predicación en Castellbó, fue envenenado por varios cátaros, destacados partidarios del conde de Foix. Su cuerpo, apaleado y apuñalado, fue arrojado a una fosa junto al de otros dos frailes inquisidores.
El obispo de Urgel acudió a recoger su cuerpo y este fue trasladado en procesión para ser enterrado en la Seo urgelitana. Afirman las fuentes que el sol se detuvo cerca de su ocaso durante 6 horas, hasta que la comitiva llegó a la ciudad, ocultándose definitivamente a la conclusión de la ceremonia de entierro, alrededor de las doce y media de la noche. Numerosos milagros se atribuyeron muy pronto a sus restos, y sus reliquias finalmente fueron colocadas en el altar de la catedral. Los urgelitanos le veneraron como santo desde el principio; posteriormente fue canonizado, siendo uno de los primeros dominicos mártires.
El 12 de julio de 1243, Roger IV denunció al obispo Ponce a la Santa Sede como manifiestamente prevaricador contra él, poniendo sus tierras y persona bajo la protección de la Iglesia. Acompañados sus embajadores con algunos de los canónigos de la Seo e incluso el maestre del Temple, descontentos con la elección del obispo, acudieron a Perusa y allí acusaron ante el papa al obispo urgelitano de homicida, violador, incestuoso, ladrón, defraudador de moneda y ladrón de los bienes de la Iglesia para darlos a sus hijos. Oída la versión del procurador de Ponce de Vilamur (que afirmaba que la inquina del conde provenía de haber sido amonestado por el obispo para que no permitiera el gran número de cátaros que había en Castellbó), fue absuelto.
Por cierto que Ponce de Villamur acabó sus días sufriendo a su vez una inquisición pontificia, encabezada nada menos que por el Inquisidor general del Reino, Raimundo de Peñafort, por los crímenes de los que se le acusó en 1243.
La organización definitiva de la Inquisición en la Corona de Aragón
El rey Jaime, preocupado por la ineficacia que los tribunales contra la herejía pudieran sufrir por falta de directrices claras, convocó a principios de 1233 el concilio de Tarragona (única sede arzobispal del reino). Su objetivo era dar carta de ley a la bula papal Excommunicamus, junto a un reglamento redactado por el fraile dominico Raimundo de Peñafort, natural del condado de Barcelona y penitenciario del papa. Asimismo, pretendía corregir algunos abusos cometidos en la aplicación de las disposiciones de Gerona emitidas por su padre en 1197, introduciendo la autoridad episcopal para ver los casos de sospecha de herejía.
La Corona de Aragón tenía un único inquisidor general, pero cada diócesis afecta tenía su propio tribunal, atendidas bien por el inquisidor general de forma itinerante, bien por el nombramiento de delegados o inquisidores auxiliares. El inquisidor debía tener jurisdicción supradiocesana para poder investigar movimientos heréticos que superaran tales demarcaciones.
El concilio decidió, entre otras cosas, que el obispo nombraría un sacerdote para las pesquisas, y sería el rey (o sus representantes) el que designaría dos laicos como alguaciles, para auxiliarle en la tarea. Tendrían potestad para inquirir en la propiedad privada de los sospechosos, poniendo en conocimiento del obispo y del baile o veguer (vicario local de la justicia real) lo que averiguaran. Incluso se establecía un castigo para los inquisidores negligentes en su tarea.
Si el obispo hallaba a los sospechosos culpables canónicamente, eran entregados al brazo secular para su castigo. El castigo incluía nada menos que la destrucción de las viviendas de los herejes confesos, o su devolución a su señor natural si eran feudales.
Asimismo, el concilio decidió prohibir nuevas traducciones de la Biblia (excepto el salterio, y sólo a clérigos) a lenguas romances (lo que demuestra indirectamente que anteriormente había sido tolerada su circulación). Las traducciones manipuladas al romance empleadas por los albigenses habían servido para extender sus errores. 
También se prohibía que evangelizaran personas no autorizadas por los obispos o el papa para ello, que un lego disputase sobre la fe católica, o que un convicto de herejía pudiese ostentar cargo oficial alguno.
[El rey aprobó lo dictaminado en el concilio y publicó un edicto, dándole cuerpo de ley. Todavía añadió la sanción como ley en 1235 del códice publicado en 1229 por el cardenal de San Ángelo con instrucciones para luchar contra la herejía cátara.]
Por último, Jaime I dejó sentadas definitivamente las bases de la inquisición con el postrer concilio de Tarragona de 1242, reunido por el arzobispo Pedro Albalat y con la asistencia del propio Raimundo de Peñafort, contra los valdenses. Fijaba la organización de la inquisición bajo la jurisdicción de los obispos, con los frailes predicadores como instructores casi exclusivos de los procesos.
El concilio definía al hereje como aquel que “persistía en el error”, distinguiendo a los heresiarcas y conversos de los engañados de buena fe. Los primeros eran condenados a la excomunión, así como a los que les ocultaran, rezan con ellos, les ayudan o defienden. Los más graves eran los relapsos, es decir, aquellos que una vez penitenciados y reconciliados tras un proceso, volviesen a recaer en la herejía.
También estipulaba los castigos y penitencias. Los arrepentidos eran liberados tras una penitencia privada. Los dogmatizantes sufrían una detallada lista de penitenciales más severas, y normalmente públicas, llegando con frecuencia a pena de cárcel, que podía llegar a ser perpetua en los casos más señalados, aunque el Inquisidor estaba facultado de levantar la excomunión o acortar la pena si el reo daba muestras de sincero arrepentimiento.
Berenguer de Palan, obispo de Barcelona, comenzó al formación de un primer tribunal inquisitorial en su diócesis en 1241. Aunque siguieron existiendo ocasionales procesos contra seguidores de otras sectas, los tribunales inquisitoriales se mostraron eficaces, y ya no se volverá a oír hablar de los cátaros en grandes procesos en la Corona de Aragón, considerándose extinguida la herejía en la segunda mitad del siglo XIII.
Santiago "matamoros" en la batalla de Clavijo (año 859) 
Píldoras Anti-Masonería 1/8/2017
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